16 marzo 2010

Una escafandrista escondida

Clarita tiene 46 años y su epilepsia la ha acompañado desde que nació. La genética arrasó en la familia y dejó a su hermano menor instalado hace décadas en un manicomio. Su epilepsia agresiva la tiene postrada en una silla de ruedas y en un entorno llamado Hogar del Buen Samaritano, en Molina (Región de Maule, recientemente terremotiada) Comparte techo con ancianas en un 90% con altos grado de locura. Muchas gritan, muchas lloran, muchas declaman poemas…

Nadie sabe quien suministra el aporte económico que permite que Clarita permanezca en el hogar. Es casi un secreto de estado, pero dice la leyenda que su destino es extraño. Una verdadera historia de reyes franceses del siglo XIV, que articula tramas de familias acaudaladas que no pudieron soportar que uno de sus integrantes tuviera estos niveles de deterioro cognitivo.

Clarita en ocasiones entona monólogos en un lenguaje demasiado pulcro y eleva la autoconversación a niveles, sin exagerar, que podrían ser académicos: “De mi familia sé lo suficientemente poco como para siquiera poder decir algo sobre ella”

Tiene una mirada intensa, de unos insondables ojos verdes. Su cabellera es profundamente oscura y su piel increíblemente pálida. Pendula sobre la locura y la lucidez, inclinándose mayormente sobre la primera (¿quien no lo haría?) Aunque sin importar el estado de su mente ella se dedica simplemente a observar, quizás hasta a analizar, ¿por qué no?, eso nadie lo sabrá nunca. Pero ahí está, sentada en su silla de ruedas, agudizando los ojos ante cada detalle, con esa mirada que si pronto no acompaña con una sutil sonrisa podría servir para spot publicitario de una película basada en algún libro de Stephen King. Las enfermeras cuchichean que es mejor ni hablarle después de un reciente ataque o durante su período femenino. Las personas que lo han hecho no han podido sobrevivir para contarlo. No, mentira. Lo cierto es que no hay forma de borrarles de la cabeza esa mirada tan inquietante y a la vez tan tétrica, que por la ocasión no tiene sonrisa atenuante como extra.
Y del amor, ¿qué hay? No hay vida sin amor. No hay historia que merezca la pena ser narrada sin amor y esta no es la excepción. Está Jorge, del pabellón de hombres, que un buen día, cuando por casualidad chocaron en el jardín, le pidió que fueran pololos. Clarita no se negó y comenzaron su romance. Mitad locura, mitad lucidez. Como ellos. Como su esencia. Conversaban poco, se miraban mucho. Así hasta que un día Jorge escapó. Después de eso los días fueron solitarios para Clarita, que se sumergió aún más en ese mutismo de sentidos. Pero una tardía mañana Jorge volvió, aunque con una pequeña salvedad: Ya no recordaba a Clarita (o “Clara” como él la llamaba)
Mientras tanto los días pasan, inflexibles. Ella duerme, se levanta, come algo y observa. Luego come, observa y se acuesta. Duerme, se levanta, come algo y observa. Luego come, observa y se acuesta… “Me parece que la última vez que María vino a este lugar no usaba lentes. Definitivamente nadie sabe como van a terminar las personas”
Sí Clarita, toda la razón.

1 comentario:

C.F. L. dijo...

hermoso. que linda historia. es real o ficticia? Escribes tan bien.