13 enero 2011

Un Vodka por Laura

Iván ya se había tomado todo lo que podía tomar, fumado toda la variedad de cosas que se podía fumar, poseído a todas las mujeres que había querido y tan sólo tenía 23 años. La experimentación partió de joven, por ahí a los 12 años, y a estas altura no sabía distinguir sus momentos de lucidez. Pero algo tenía. Al igual que el alcohol, las sustancias non-sanctas, las mujeres, Iván se había leído toda la biblioteca que Laura, su culta madre y Andrés, su estudioso padrastro habían armado al momento de casarse. Desde Dostoievsky hasta Skármeta. Todo ya lo había leído y no existía forma que le pasaran gato por liebre, pero para despilfarrar soberbia de letras poca eran las veces que se encontraba sobrio.

Su madre y su padrastro, un par de abogados que ejercían como jueces, nunca estaban en casa. Las veces que sí, armaban tremendas tertulias donde el público era representado por escritores, poetas, actrices, abogados, doctores y políticos. Iván, que heredó la inteligencia de su madre y el físico de su padre (fallecido víctima de un accidente en moto meses antes de nacer Iván) derrochaba garbo y atractivo por donde pasaba. Cualquier actriz o escritora que deseó no tuvo el menor valor para negarse ante Iván, que las manipulaba como arcilla. Así de fácil como las conquistaba también las dejaba, trago más cuaderno en mano, donde se ponía a escribir como enajenado. Inventaba historias, desde esa angustiosa soledad. Historias cargadas de toda esa emotividad que siempre anheló pero que nunca recibió. Cuantas veces deseó que su madre en vez de ser objeto de deseo de viejos políticos, estuviera con él, en su pieza, escuchando cómo le había ido en el día, cómo el profesor lo había felicitado por el examen de Derecho Civil, como la Ester (esa morena esquiva) no se percataba de que existía y que por favor le diera un consejo para dejar de sufrir por amor. Por el contrario, lo único que tenía de su madre eran los recuerdos que trataba de hacer constantes para poder vivir los días de esa vida rica de saber, pero pobre de sentimientos. Recordaba cuando de pequeño se quedaba dormido en las reuniones de sus padres, momento en el cual su madre lo levantaba y lo llevaba a su pieza. La recordaba tan guapa, tan coqueta, tan llena de ideales, tan inútil con las comidas que no sabía cocinar ni un huevo revuelto. Recordaba las salidas nocturnas frecuentes mientras él se quedaba durmiendo, al cuidado de la señora Tere, la niñera. Él añoraba estar con su madre, pero se la quitaban, partiendo por su padrastro, que le insistía que fueran al partido, a la exposición de pintura, a la presentación de un libro, a la tertulia de perico de los palotes. Eternamente, los mañanas siguientes a las salidas nocturnas, Iván adormilado iba a la pieza de ellos a ver si ya habían llegado. En principio se asustaba porque sólo veía a Andrés, pero su madre ya se había levantado hace rato (para dormir era tan o más mala que para cocinar) abriendo los ventanales al son de los ritmitos de Brasil. “¡Ivancito!, ¡ya te despertaste! ¡Ven a desayunar conmigo!”

Siempre era lo mismo: simpática, agradable, encantadora, aunque curiosa como madre. Iván, desde temprana edad, se dio cuenta que ella nunca lo iba a esperar con el almuerzo listo, con pancito y leche caliente después de llegar del colegio. Menos le iba a planchar la ropa, para eso estaba la Tere, pero Iván nunca le reprochaba un “y cómo la mamá de…” porque sabía que su madre era para otras cosas: Para conversar, para declamar sus escritos, para sonreír y ser hermosa imperecederamente.
Las remembranzas ocupaban gran parte de su día en una falsa sobriedad que más bien era la recuperación de la resaca de las noches previas, atiborradas de una nada que ahora le parecía un abismo. Quiso correr a los brazos de Ester, pero ésta siempre lo miraba con desconfianza, como si hubiera leído el libro de su vida el cual relata esa existencia sin madre, sin sustancia, sin amor.

Ester siempre lo consideró un pirado mujeriego, mientras que Iván la veía como un sueño, como debió ser de estudiante su madre. Distinta a todas las mujeres con las que había estado por el simple hecho de negársele a todos los imbéciles que la acechaban (incluyéndolo a él). Hubiese dado tanto por que ella lo acariciara, que le dijera que a su lado no se volvería a sentir más angustiado, que con ella la felicidad estaba más cerca. Pero no, Ester jamás lo amaría. Era muy cuerda como para aguantarle las borracheras, las resacas y ser una más en la lista. Ester estaba destinada a tener una familia bien constituida, igual a la de ella, distinta a la de Iván. Un día la escuchó hablar con su pololo sobre Tolstoi y su punto de vista sobre el rol de los intelectuales previo a la Revolución Rusa: “Se empecinaban tanto en promover la revolución pero se desocupaban de lo más importante; nunca compensaron su alma y sin alma todo pierde sentido”. La reflexión de Ester le llegó con infinitos puntos de impacto, porque de cierta forma su madre y su padrastro eran como los intelectuales de Tolstoi, muy letrados pero sin la mínima noción de que había una persona que actuaba como hijo e hijastro, que se ahogaba gritando en silencio deseando un poco de cariño. Después de eso tomó, tomó, tomó. Sacó su lápiz y bajo la tenue luz de su cabaret preferido comenzó a escribir: “No sabes como te preciso, Mamá. Te preciso aunque poco has estado conmigo, pero es eso lo que te vuelve aún más imprescindible…”. Estaba en esa línea cuando sintió una presencia muy cálida a su lado. Al voltearse no pudo contener su cara de sorpresa. Era su madre que lo que venía a buscar. “¡Ivancito! ¡Sabía que estarías aquí! De chico que te ha gustado este lugar. ¿Estás borracho? ¿Aún no? ¿Penas de amor? Bueno, lo que sea. Mira, te vine a buscar porque con Andrés decidimos tomar caminos distintos. Se fue con una de esas actrices, creo que con la Anita Ojeda. Decidí renunciar al partido para no verle la cara a ninguno de ellos y quiero estar más contigo, Iván. Así que deja ese vodka que nos vamos para la casa”. Iván, que sobrevivió entregado a la soledad que el destino sin mezquindad le había brindado, sintió que algo inimaginable le llenaba los vacíos de su alma. Se acordó de la teoría de compensación del alma de Ester (“Cómo tiene razón”, pensaba) y con su madre, que de una vez por todas lo incorporaba a su andar, se llenaba de una alegría difícil de describir. Tenía a Laura, su madre escurridiza, sólo le faltaba Ester, su musa difícil, aunque eso era trabajo para el futuro. El presente le había traído a su madre y con ella las cosas no se veían tan graves. De seguro a ella se le ocurriría más de una forma para poder conquistar a Ester, aunque a estas alturas, eso era lo de menos.