El reloj despertador comienza a hacer ruido.
Separo escrupulosamente los ojos.
Corro la cortina, abro la ventana para verificar el grado de acierto de la Dirección Metereológica de Chile en el pronóstico del día que tanto alardean en su página web. “¡Uuuy!, le achuntaron”, pienso.
Ágilmente bajo las escaleras para conquistar el lugar número uno en la ducha, tan sólo para no atrasar mi andar. Me visto, cargo mi MP3 player con misiles musicales y saco una caja de leche del refrigerador.
Camino con pequeños pero firmes pasos hacia el paradero. La “5” es la única que me sirve pero no tarda en pasar. Subo las escaleritas. Le pago al chofer. Saludo a los papás de un ex compañero de colegio dirigiéndome, simultáneamente, a algún asiento desocupado. Para mi alegría en el fondo del transporte hay un lugar, quizás reservado, esperándome. “¡Perfecto!, ¡al lado de la ventana!”.
Separo escrupulosamente los ojos.
Corro la cortina, abro la ventana para verificar el grado de acierto de la Dirección Metereológica de Chile en el pronóstico del día que tanto alardean en su página web. “¡Uuuy!, le achuntaron”, pienso.
Ágilmente bajo las escaleras para conquistar el lugar número uno en la ducha, tan sólo para no atrasar mi andar. Me visto, cargo mi MP3 player con misiles musicales y saco una caja de leche del refrigerador.
Camino con pequeños pero firmes pasos hacia el paradero. La “5” es la única que me sirve pero no tarda en pasar. Subo las escaleritas. Le pago al chofer. Saludo a los papás de un ex compañero de colegio dirigiéndome, simultáneamente, a algún asiento desocupado. Para mi alegría en el fondo del transporte hay un lugar, quizás reservado, esperándome. “¡Perfecto!, ¡al lado de la ventana!”.
Mi viaje entonces principia, de la mano de Yann Tiersen. (Inspirador acompañante).
¡La ciudad ha despertado! Mis ojos se hipnotizan observando como la gente transita apurada con destino a quien sabe donde. Los obreros de la construcción afanan, mirando a una que otra transeúnte con divinas proporciones. Me río. En las plazoletas unos pocos colegiales posiblemente capeando clases. Unos cuantos pololos desayunando besos apasionados y un par de borrachitos, seguro que con la tremenda resaca.
No demoran en subir los universitarios. Unos se sientan alegremente, otros, cargados hasta los tuétanos, buscan taciturnamente algún puesto disponible. Uno de los pasajeros de éste último tipo me llama la atención. Curiosamente, este extraño personaje, se sienta a mi lado, y su cara apesadumbrada me perturba hasta los huesos. Lo miro, insolentemente y sus ojos, apunto de estallar en goterones lacrimógenos, me invitan a pensar en un supuesto grave problema personal (como obvio, ¿no?) Se me ocurren unas palabras para emitir, pero descarto al instante la idea ya que uno nunca sabe que es lo que en verdad se quiere en esos momentos. Me desligo del tema.
Sigo arriba de la micro, pegada a la ventana, sin perder de vista a este tan llamativo Talca mañanero y en seguida aparece una graciosa señora de moño atado con un luminoso pinche rojo, buscando desesperada algo. Mira para todos lados, pero no lo encuentra. Tal vez anda en busca del “Boliche del Repuesto” que está localizado a unos cuantos pasos más allá (pero ella aún no lo sabe). Por detrás aparece un niño que corre tras una mariposa que de seguro escapa del incesante ruido de los maniáticos conductores. Un señor pelea con otro. No es que los escuche, pero sus facciones arrugadas me hacen cavilar tal cosa. Una niñita pecosa con dos largas trenzas me sonríe. Sonrisa devuelta por una mía que fácilmente se me dibuja en la cara.
Ahora me detengo en las construcciones, específicamente en una que ocupa un sitio en la 11 oriente y está a la venta. De pequeña que me imaginaba que era un “Puticlub”, una antes famosa casa de remolienda, cuyas féminas tenían mil y una historias para contar. Según yo, ellas, vestidas con majestuosos trajes, debían hacer pasar a sus clientes por la escalera y llegaban a un gran salón, donde sonaban constantemente las teclas de un piano viejo. Las piezas de más arriba las ocupaba la más soberana de todas, especie de una insuperable “Doña Isabel” de algún Hernán Rivera Letelier. Aunque no lo pude creer por mucho tiempo. Mi fantasía se extendió hasta que mi adorada mamá me contó que esa imponente casona sólo fue una fome y aburrida farmacia, muy popular en sus años.
No paro. Me mantengo avanzando sobre las exuberantes ruedas del medio en el que me movilizo, aunque el recorrido se debe desviar por la modernización, ustedes saben, estacionamientos subterráneos que no podemos dejar de tener en momentos en los cuales se quiere demostrar que Chile si que es uno de los jaguares de Latinoamérica. Bueno, pero sin pasar más de veinte segundos todo vuelve a como era de costumbre.
Ya casi concluye mi travesía. En unos dos paraderos más me tendré que bajar.
Llegué. La universidad sigue igual. Los niños pudientes llegan en autos, con anteojos de sol (a pesar de las muchas nubes que impiden que el sol brille) con tenidas nuevas y un gesto de complacencia en sus rostros. Por ahí va un despectivo doctor que al año pasado me hizo clases, unos cuantos niños de años más avanzados con sus trajes blancos y sus cajitas con instrumental clínico. “Mal comienzo para mi corta jornada de papeleos”, me digo y para subir mi tantito menoscabado ánimo cambio de monaguillo musical. Ahora es mi inconmensurable amor quién me dice que la corte, que no exagere, que no sea tan drástica.
Saco mi libretita de notas para apuntar tonteras varias, pero arriba al instante la compañera con la que lucharemos durante la mañana en contra de la burocracia que se necesita para poder estudiar.
Chau!, es mejor empezar luego, antes que el tiempo se nos consuma.
No demoran en subir los universitarios. Unos se sientan alegremente, otros, cargados hasta los tuétanos, buscan taciturnamente algún puesto disponible. Uno de los pasajeros de éste último tipo me llama la atención. Curiosamente, este extraño personaje, se sienta a mi lado, y su cara apesadumbrada me perturba hasta los huesos. Lo miro, insolentemente y sus ojos, apunto de estallar en goterones lacrimógenos, me invitan a pensar en un supuesto grave problema personal (como obvio, ¿no?) Se me ocurren unas palabras para emitir, pero descarto al instante la idea ya que uno nunca sabe que es lo que en verdad se quiere en esos momentos. Me desligo del tema.
Sigo arriba de la micro, pegada a la ventana, sin perder de vista a este tan llamativo Talca mañanero y en seguida aparece una graciosa señora de moño atado con un luminoso pinche rojo, buscando desesperada algo. Mira para todos lados, pero no lo encuentra. Tal vez anda en busca del “Boliche del Repuesto” que está localizado a unos cuantos pasos más allá (pero ella aún no lo sabe). Por detrás aparece un niño que corre tras una mariposa que de seguro escapa del incesante ruido de los maniáticos conductores. Un señor pelea con otro. No es que los escuche, pero sus facciones arrugadas me hacen cavilar tal cosa. Una niñita pecosa con dos largas trenzas me sonríe. Sonrisa devuelta por una mía que fácilmente se me dibuja en la cara.
Ahora me detengo en las construcciones, específicamente en una que ocupa un sitio en la 11 oriente y está a la venta. De pequeña que me imaginaba que era un “Puticlub”, una antes famosa casa de remolienda, cuyas féminas tenían mil y una historias para contar. Según yo, ellas, vestidas con majestuosos trajes, debían hacer pasar a sus clientes por la escalera y llegaban a un gran salón, donde sonaban constantemente las teclas de un piano viejo. Las piezas de más arriba las ocupaba la más soberana de todas, especie de una insuperable “Doña Isabel” de algún Hernán Rivera Letelier. Aunque no lo pude creer por mucho tiempo. Mi fantasía se extendió hasta que mi adorada mamá me contó que esa imponente casona sólo fue una fome y aburrida farmacia, muy popular en sus años.
No paro. Me mantengo avanzando sobre las exuberantes ruedas del medio en el que me movilizo, aunque el recorrido se debe desviar por la modernización, ustedes saben, estacionamientos subterráneos que no podemos dejar de tener en momentos en los cuales se quiere demostrar que Chile si que es uno de los jaguares de Latinoamérica. Bueno, pero sin pasar más de veinte segundos todo vuelve a como era de costumbre.
Ya casi concluye mi travesía. En unos dos paraderos más me tendré que bajar.
Llegué. La universidad sigue igual. Los niños pudientes llegan en autos, con anteojos de sol (a pesar de las muchas nubes que impiden que el sol brille) con tenidas nuevas y un gesto de complacencia en sus rostros. Por ahí va un despectivo doctor que al año pasado me hizo clases, unos cuantos niños de años más avanzados con sus trajes blancos y sus cajitas con instrumental clínico. “Mal comienzo para mi corta jornada de papeleos”, me digo y para subir mi tantito menoscabado ánimo cambio de monaguillo musical. Ahora es mi inconmensurable amor quién me dice que la corte, que no exagere, que no sea tan drástica.
Saco mi libretita de notas para apuntar tonteras varias, pero arriba al instante la compañera con la que lucharemos durante la mañana en contra de la burocracia que se necesita para poder estudiar.
Chau!, es mejor empezar luego, antes que el tiempo se nos consuma.