27 julio 2009


Estoy tan contenta de haber salido de vacaciones, después de esa fatalísima última semana de clases de la cual, al menos, surgieron bastantes escritos que publicaré cuando en algún futuro lejano termine o me echen de la carrera (para evitar un destierro anticipado)

No me importa que en estos días igual deba hacer cosas universitarias, por que el sólo hecho de poder vivir y sentir las mañanas y las tardes me tornan a una felicidad tan compleja que ni yo entiendo (Eso de estar encerrada por mas de 9 horas seguidas en una clínica no es normal)

Cómo extrañaba sentir el frío del viento en mi nariz cuando camino, a paso lento, por ésta ciudad tan fea pero tan completamente tolerable en invierno. Cómo extrañaba las migas de esa galleta gigante que cada vez que tengo tiempo me compro en “Alimentos Pucón” para tener más energías y seguir caminando por las avenidas hasta llegar a la Alameda, donde una banca me espera deseosa de que le traspase algo de toda esa nostalgia que acumulo desde que sé que existo.

Tanto tiempo hacía que no iba al mercado a comprar un libro usado, aún sabiendo que sólo extraordinarias veces encuentro algo que me guste sin que esté deficientemente pirateado.

Vuelvo a recordar el sabor de las comidas de mi madre que esas “máquinas-de-hacer-comida” del Casino habían suplantado con robotizados almuerzos.

Regreso a conversar en esas tertulias y sobremesas tan estentóreas de la dinastía Silva-San Martín, de la cual soy yo la que tiene más elaborado el don que Dios depositó en nuestros genes: hablar hasta por los codos.

Reordeno mis C’Ds. Escucho toda esa música que almacené por un semestre en mi computador, descargando MP3 gracias al uso indebido y desenfrenado de la conexión de la Universidad mientras les hacía fichas clínicas a mis pacientes.

Termino de leer a Rafael Gumucio: “Memorias Prematuras”, ese libro que tenía metido en la cabeza de mayo…

Me voy para Rancagua a ver a la Chechu y pienso que de repente, cuando la rutina nos encarcela, lo simple es lo más amado.