31 marzo 2010

Entre Páginas


El libro de segunda mano que compré de Jorge Luis Borges ayer por la mañana tenía escrito en su primera página un nombre, con letras grandes y manuscritas: “Octavio Rojas Encina”. Antes de siquiera hojearlo, repetí el nombre en mi mente para quizás inconcientemente registrarlo en mi disco duro de pocos megabits. No avancé ni veinte páginas cuando me asaltó una gran duda: ¿Quién sería ese Octavio? ¿Sería Don Octavio? ¿Sería un adolescente despreocupado que vende sus libros para quién sabe qué? ¿Qué probabilidades hay que un adolescente se llame Octavio? Las preguntas me asediaban en desmedida así que al poco rato se me ocurrió tipear OCTAVIO ROJAS ENCINA en Google Search (que fuerte eso de que podamos encontrar pistas o detalles de cualquier persona gracias a este buscador) Varios resultados, pero sólo el primero me bastó para elucidar al hombre incógnito: “Octavio Rojas Encina, Talca. Director Preuniversitario Pedro de Valdivia” Se me prendió la ampolleta de inmediato y recordé la voz grave de un profesor de castellano que con el fin (quiero creer) de que algún adolescente de la manada que lo oía quedara en la universidad nos hablaba de los actos del habla, las modalizaciones discursivas, los tipos de textos y blablablases. El famoso Octavio R. E. fue un particular docente de lenguaje que durante ocho meses me hacía pensar que estaba escuchando un misterioso programa de radio vía amplitud modulada. ¡Qué extraña es la vida! ¡Qué maneras tan raras tiene para enmarañar caminos! Un libro que antes estaba en su biblioteca y por el cual pagó una suma considerable, ahora está en mi mini biblioteca y con un ochenta porciento de descuento.
Estaba pensando qué hago si me lo topo algún día. Tal vez le devuelva su libro. Creo que no lo quiso perder. El estado en el que se encuentra y el haber inscrito los sustantivos propios con tanta suntuosidad en la hoja inaugural me hace pensar que hubo una razón bastante poderosa para tener que desvincularse de el. He pasado ya bastantes horas elucubrando razones de tal divorcio, pero la verdad es que después del terremoto me cuesta aún más que antes armar ideas. Quizás ni el mismo Sherlock podría unir los eslabones y ni el mismo Borges poder escribirlos.
Una vez que lo termine de leer se lo devuelvo. Para mí las coincidencias no existen. En la página número cien, al comienzo del cuento “El jardín de senderos que se bifurcan” hay una firma. Quizás sea del mismo Borges….

22 marzo 2010

En el Teatro de La Esquina


Miró su reloj: “Las ocho pe eme”. Dejó de estudiar para la prueba del día siguiente y se puso en dirección al teatro. Tenía agendado un concierto allí, el grupo de Martín tocaría sus blues. Hacía un mes que había comprado la entrada, sin saber si era por masoquismo, por amor, sin saber por qué.
Las butacas estaban lo suficientemente vacías como para poder elegir la que se le viniera en gana. Faltaban 15 minutos para que comenzara a sonar la música, entonces optó por observar al respetable poco público que se encontraba disperso por todos lados. En eso vio a lo lejos a un ex - ex, que atoraba de besos a la desafortunada actual. Se hizo la desentendida y un chiquillo de particulares bigotes se sentó a su lado.
- ¿No está ocupado, cierto?- le preguntó.
- No. Para nada- respondió sonriendo Violeta.
“…Con ustedes: Martín Cassaretto Trío” se escuchó con una voz grave por los parlantes. Se apagaron las luces generales. Se prendieron las de la escena musical.
De ahí en adelante era ella y el escenario. Luego ella y la banda. Después ella y la música, decantando todo en ella y Martín. “¡Maldición! No puedo volver a enamorarme de Martín, mejor me voy!”- pensó.
- Disculpe me podría dar permiso.
- ¿Se va?- preguntó el tipo de los particulares bigotes.
- Sí.
- Pero está lloviendo muy fuerte.
- Los colectivos pasan cerca…
- Yo ando en auto. Si quiere podría ir a dejarla a su casa.
- No, gracias, no se preocupe, no es la primera vez que ando sola mientras llueve.

Se marchó, con una sutil complacencia producto de la preocupación que había despertado en el de los particulares bigotes. Paró la lluvia e instantáneamente ya no quiso seguir con sus planes. Martín no la volvería a abrumar, así que se le ocurrió devolver sus pasos al teatro, en una de esas el concierto aún no terminaba o mejor aún podría encontrarse con el tipo de los particulares bigotes. “Ni siquiera le pregunté como se llamaba, y tan amable que fue conmigo” Apuró sus pasos. El concierto había terminado y la gente estaba saliendo. Empezó a buscar al tipo de los bigotes, con un desespero que no sabía de dónde le nacía. Lo encontró, ni más ni menos que conversando con los integrantes de la banda. Lo miró y esperó a que algo la impulsara a dirigirle la palabra. Una especie de señal clarividente que le diera la venia, pero no fue necesario. El de los bigotes se anticipo y percatándose que era objeto de observación se volteó y la vio. Le sonrío con extrañeza.
- ¿Y tu no te habías ido?- le preguntó.
- Es que paró la lluvia y pensé que sería una estupidez desperdiciar una cita previamente planificada con el teatro.
- Pero llegaste tarde, acabó todo. Aunque te podría ayudar a darle trama a tu regreso.
- ¿En serio? Y ¿cómo?- respondió dudosa, Violeta.
- Te invito a escuchar música. Conozco a los chicos de la banda, somos compañeros de universidad, y van a tocar en el barcito nuevo, que se instaló dos cuadras más abajo- Hizo una pausa y prosiguió- Me llamo Cristián y ¿tu?
- Me llamo Violeta, y me da mucho gusto conocerte.
- El gusto es mío.

16 marzo 2010

Una escafandrista escondida

Clarita tiene 46 años y su epilepsia la ha acompañado desde que nació. La genética arrasó en la familia y dejó a su hermano menor instalado hace décadas en un manicomio. Su epilepsia agresiva la tiene postrada en una silla de ruedas y en un entorno llamado Hogar del Buen Samaritano, en Molina (Región de Maule, recientemente terremotiada) Comparte techo con ancianas en un 90% con altos grado de locura. Muchas gritan, muchas lloran, muchas declaman poemas…

Nadie sabe quien suministra el aporte económico que permite que Clarita permanezca en el hogar. Es casi un secreto de estado, pero dice la leyenda que su destino es extraño. Una verdadera historia de reyes franceses del siglo XIV, que articula tramas de familias acaudaladas que no pudieron soportar que uno de sus integrantes tuviera estos niveles de deterioro cognitivo.

Clarita en ocasiones entona monólogos en un lenguaje demasiado pulcro y eleva la autoconversación a niveles, sin exagerar, que podrían ser académicos: “De mi familia sé lo suficientemente poco como para siquiera poder decir algo sobre ella”

Tiene una mirada intensa, de unos insondables ojos verdes. Su cabellera es profundamente oscura y su piel increíblemente pálida. Pendula sobre la locura y la lucidez, inclinándose mayormente sobre la primera (¿quien no lo haría?) Aunque sin importar el estado de su mente ella se dedica simplemente a observar, quizás hasta a analizar, ¿por qué no?, eso nadie lo sabrá nunca. Pero ahí está, sentada en su silla de ruedas, agudizando los ojos ante cada detalle, con esa mirada que si pronto no acompaña con una sutil sonrisa podría servir para spot publicitario de una película basada en algún libro de Stephen King. Las enfermeras cuchichean que es mejor ni hablarle después de un reciente ataque o durante su período femenino. Las personas que lo han hecho no han podido sobrevivir para contarlo. No, mentira. Lo cierto es que no hay forma de borrarles de la cabeza esa mirada tan inquietante y a la vez tan tétrica, que por la ocasión no tiene sonrisa atenuante como extra.
Y del amor, ¿qué hay? No hay vida sin amor. No hay historia que merezca la pena ser narrada sin amor y esta no es la excepción. Está Jorge, del pabellón de hombres, que un buen día, cuando por casualidad chocaron en el jardín, le pidió que fueran pololos. Clarita no se negó y comenzaron su romance. Mitad locura, mitad lucidez. Como ellos. Como su esencia. Conversaban poco, se miraban mucho. Así hasta que un día Jorge escapó. Después de eso los días fueron solitarios para Clarita, que se sumergió aún más en ese mutismo de sentidos. Pero una tardía mañana Jorge volvió, aunque con una pequeña salvedad: Ya no recordaba a Clarita (o “Clara” como él la llamaba)
Mientras tanto los días pasan, inflexibles. Ella duerme, se levanta, come algo y observa. Luego come, observa y se acuesta. Duerme, se levanta, come algo y observa. Luego come, observa y se acuesta… “Me parece que la última vez que María vino a este lugar no usaba lentes. Definitivamente nadie sabe como van a terminar las personas”
Sí Clarita, toda la razón.

13 marzo 2010

Terremotiada (Fragmento)

(…) es como si quisiera abstraerme de todo esto que inunda la televisión, el diario, la radio, todo. Quiero pensar que estos terremotos son como una de esas películas que uno va a ver al cine, y que mientras comemos cabritas, damos por sentado que son cosas que sólo pueden ocurrir armando montajes, guiones y música de John Williams.

Mis amigos libreros del mercado quien sabe donde estarán. El irresponsable y siempre inubicable tipo que estaba arreglando mi computador que tenía toda la música que había bajado el último trimestre ocupando las redes de la universidad vivía en un departamento inclinado en el cual pocos valientes quedan. Claramente él no.
Poco de lo que solía completarme la vida ha quedado en pie y aunque tenga la convicción de que pronto esta pesadilla se acabará, no puedo no codiciar con alevosía mis lugares comunes y lo cotidiano de mi andar.

En estos días mis oídos se han agudizado bastante y percibo las réplicas casi diez segundos antes que se peguen el coqueteo con la ONEMI. En mi casa hay como tres planes de emergencia en caso de que un insignificante remesón se convierta en el pronosticado terremoto de 7.2º Richter. Al final es un enredo total por que cada uno hace un plan distinto. Hay noches que duermo como sí me hubiese tomado un Alprazolam, pero otras sólo me dedico a pensar y a pensar… Una locura la vida estas semanas. El 11 del 03, mientras me afirmaba en un paradero por el temblorcito de 6.9º, pensaba si ya estaba en el límite que divide lo que logro soportar estoica de lo que me tendría que desmayar (…)

09 marzo 2010


A pesar de la latente amenaza científica de que otra vez el sismógrafo agarre papa como aquel histórico veintisiete de febrero recién pasado, he observado en estos días post terremoto, como los talquinos están tratando de seguir sus rutinas y se ríen de esta desgracia en los pocos lugares que quedaron habilitados para evadirnos de todo el polvo que nos envuelve. Ver a otros coterráneos con una sonrisa me da un golpe de coraje enorme, y tomo fuerza y ya no creo, si no que tengo la certeza de que esto pasará.
Pero tuve la pésima suerte de leer un post del bloguero más desahuciador en la historia de las críticas. Una mezcla de Fernando Villegas (sin tanto argumento) y Woody Allen (sin tanta maestría, por supuesto) Para que quede claro, hablo de un pesimista fatal. Por que no eran criticas al tardío accionar del gobierno, la negligencia del SHOA y la ONEMI, la falta de cultura sísmica, los saqueadores, los inescrupulosos especuladores…no. Este compadre estaba en contra hasta de la fe con la que cualquiera pudiera enfrentar estos eventos de la naturaleza.
No se trata de ser positivista-extremo-insoportable, pero estamos pasando por días en los que se necesita por último inventar la esperanza.Tantos compatriotas que se quedaron con poco más que la ropa que llevan puesta necesitan aferrarse de algo. Sinceramente me da lo mismo que bombardeen la televisión con teletones, aranedas, camiroagas, onnetos, si el circo sirve para construir viviendas de emergencia. Me da igual que un porcentaje considerable de miembros de Un Techo para Chile sean niños lindos ABC1 si igual parten a armar mediaguas a cualquier lugar del país. Criticar eso para mí ya no es encontrar que más criticar. Por suerte este mino como crítico tiene el mismo futuro que Tomás Mocciatti en concurso de simpatía, y nadie, salvo yo y un par de pelmazos más podrían haberle dado un poco de tribuna.

03 marzo 2010


Escribo en medio de fuertes réplicas, pero con una calma sólo responsable del tiempo, la luz y el agua (aunque aún no canto victoria) Ya han pasado varios días después de esa madrugada del veintisiete de febrero que aún me impregna y que al recordar puedo revivir esa sensación de solución de continuidad o de conclusión final que experimenté por primera vez en mi vida.
Nunca tuve, tengo ni tendré pasta de héroe por lo que el miedo ha paralizado muchas de mis acciones. De lo poco que puedo evocar de esa terrorífica madrugada, hay un hombre que pasados diez minutos del terremoto pasó por las calles, andando en bicicleta, linterna en mano gritando: ¿Todos estás bien? ¡Soy médico! En plena oscuridad y con peligro de que el movimiento telúrico aún no quisiera despedirse, un hombre venció sus aprensiones y salió a hacer algo por la ciudad. Se me cayeron varias lágrimas. Pensé en mi familia, en mis amigos, en cómo los abrazaría cuando los viera. Sabía que lo peor no sería el remezón de casi nueve grados en la escala de Richter, si no sus consecuencias.
Al amanecer mi augurio tomaría fuerza. Presencié a mi Talca (del cual caprichosamente años atrás me quejaba casi por hobbie) prácticamente en el suelo y sentí que de mis pies se desprendían raíces y supe, como señal divina, que es aquí donde debo estar. Me arrepentí de todas esas veces que me enojé con esta ciudad por su calor endemoniado, por su pasividad cultural, por su distribución segmentaria, por prácticamente todo lo que se me cruzaba por la cabeza, cuando ahora lo único que quiero es que renazca de nuevo, con sus calles, pintorescos lugares, costumbres y rutinas.
Hoy por hoy, me siento más de esta tierra que nunca.

“(…) Las cualidades del pueblo chileno son capaces, sin embargo, de resplandecer por encima de todas las dudas. El valor con el que combatieron la dictadura sólo es comparable al virtuosismo con el que la liquidaron. Su capacidad para conciliar razas, ideas y credos es un ejemplo y una garantía de su propio progreso. Saldrán fortalecidos de este desastre. Lo superarán con sus armas de siempre: su tenacidad y su modestia. Aunque los éxitos de los últimos años les han dado a los chilenos una mayor confianza en sí mismos, no les gusta presumir de sus propias virtudes y paganizan su orgullo nacional con el incomparable grito de ¡Viva Chile, mierda (…)!” (Antonio Caño, 3 de Marzo 2010, Diario El País, Barcelona)